(El debate en el Parlament entre Dencàs y Companys es enormemente esclarecedeor, y quizá por ello no aparece en casi ninguna historia de la época. Arrarás se refiere a él brevemente, y muy pocos historiadores más. Me extendí más de lo común en Los orígenes de la guerra civil)
En reacción a la campaña de Companys y los suyos contra Dencàs y Badía para convertirlos en el chivo expiatorio del desastre de la rebelión de octubre del 34, y que indirectamente costaría la vida a los hermanos Badía (http://historia.libertaddigital.com/el-asesinato-de-los-hermanos-badia-1276238379.html), Dencàs consiguió un debate en el Parlament los días 6 y 7 de junio de 1936, poco antes de recomenzar la guerra civil.
“Companys acusó a Dencàs de que le había telefoneado la noche de aquel 6 de octubre (fecha del alzamiento de los separatistas), “haciéndole saber que “estábamos absolutamente batidos, que estábamos rodeados” y pidiéndole refuerzos (y que) Dencàs le animó prometiéndole 400 milicianos.
Alegaría Dencàs que había decidido retener a los escamots en sus locales para evitar los tiros entre ellos, y esperar al alba, cuando la claridad permitiría evitar las confusiones. Además pensaba reservar aquellas fuerzas para encuadrar a las masas populares que, según se esperaba, acudirían al amanecer desde fuera de Barcelona. Companys le replicó acremente: “Su Señoría esperaba la mañana para que, entonces, llegasen los elementos de fuera, los cuales, junto con las concentraciones que Su Señoría había preparado, derrotarían a los ejércitos que estaban emplazados estratégicamente en todas las plazas y en todas las calles de Barcelona”. Dencàs, indignado, le interrumpió: “¡Un centenar! ¡Ciento veinte soldados, señor Presidente” aludiendo a la compañía que hostigaba a la Generalidad [y que, según Companys le tenían “absolutamente batido y rodeado”. El edificio nunca estuvo rodeado] Companys fingió no oírle e insistió impertérrito: “Entonces, cuando hubiera claridad y estuvieran todas las fuerzas emplazadas con los cañones, ametralladoras, etc., bajarían todos los refuerzos del exterior y en un momento derrotarían a aquel ejército establecido de forma estratégica en las plazas y calles de Barcelona (…) Si era así, ¿por qué no me lo dijo cuando le hablé, a las dos y a las cuarto?”
Culpó a Dencàs de inducirle a engaño por haberle asegurado que las tropas tardarían “cuatro días en alcanzar la Generalidad, aunque fallasen las cuatro quintas partes de las fuerzas y disposiciones que tenían dadas: Presidente, no hace falta más que vuestra orden (…) Pero a las once y media nos tiroteaban el Palacio de la Generalidad”. Lo que Dencàs rebatió: “Dijo usted que que los cuatro días que yo decía que tardaría en llegar el ejército (…) era el argumento en virtud del cual el Consejo se pronunció por ir a la acción revolucionaria (…) Lo dije y lo mantengo (…) No lo decía yo, (sino) el comité de técnicos (…) una serie de señores preparados en estas materias que nos habían dicho que en la plaza de la República, en el Palacio de la Generalidad y en el Palacio del Ayuntamiento, enclavados en medio de una serie de callejas (…) cien hombres armados y resueltos harían imposible que una columna se acercara. Esta emplearía cuatro días, cuando menos, en poder cumplir su misión. Y usted sabe perfectamente que yo había dejado en el Palacio de la Generalidad no cien hombres como nos habían aconsejado los técnicos, había dejado allí la totalidad de los mozos de escuadra (…) mandados por un comandante valiente y a vuestras órdenes, que era el comandante Pérez Farràs (…) y que este núcleo selecto, este núcleo heroico, ese núcleo preparado yo lo dejaba en el Palacio de la Generalidad”. A Companys le defendían, en efecto los 400 policías bien armados más 150 voluntarios, número mucho mayor que el de los sitiadores.
En su libro sobre aquellos avatares, Dencàs citó una carta de Pérez Farràs: “La Generalidad (…) es un edificio sólido que no se derrumba así como así (…) Yo te aseguro que mientras hubiese vivido, ahí no entra nadie”. Pérez habría estado dispuesto a resistir a ultranza, lo que “hubiera ocurrido si el Gobierno sale por la puerta de atrás, como yo le propuse; con ellos dentro, imposible, pues la moral era muy distinta”.(…) Companys tenía otras intenciones. Hacia las seis de la madrugada –acusó en el Parlament– “Por primera vez se oyó de labios del señor Dencàs un ¡viva España!, acompañado de aplausos”, lo cual “produjo una sensación muy deplorable (…) Pudo colegirse que todo estaba perdido” (…). Con tal motivo habían llovido sobre Dencàs los peores escarnios. Pero él lo explicó mejor al Parlament: había dejado que un diputado socialista radiara a los obreros catalanes un discurso de encendido nacionalismo, así que, “por pura gentileza”, apeló a su turno a los obreros españoles para que juntasen sus armas con las de los asturianos y catalanes. Lo cual “no era una negación de mi separatismo”.
En torno a aquella hora un desolado Companys había telefoneado a Dencàs para anunciarle que capitulaba y pedirle su opinión. Dencàs afirmará, en 1936, que la decisión de Companys le había sorprendido: “No sé cuales serán los motivos, los móviles y la justificación de lo que me dice. Cataluña no nos podrá hacer ningún reproche si creéis honradamente que no hay posibilidad de resistir (…) Yo no sé qué hacer”. Companys le replicó en aquella sesión parlamentaria: “No me niegue Su Señoría un elogio que me conmovió. Su Señoría me dijo: “Señor Presidente, se ha portado usted como un héroe”. ¡No lo niegue, señor Dencás, sea honrado”. Dencàs lo admitió, y remachó el presidente: “Si dijo usted que yo había sido un héroe, es que confirmaba la capitulación”.
La acerba y esclarecedora disputa entre Dencàs y Companys en el Parlamento catalán, año y medio después de los sucesos, obedecía a que Dencàs y Badía habían sido convertidos en cabeza de turco por aquella calamitosa noche. Sobre ellos se cebaban las burlas y maldiciones, mientras Companys salía glorificado como héroe nacional. Para defenderse a sí mismo y la memoria del asesinado Badía, Dencàs leyó ante los diputados una carta del finado, en la que ironizaba: “No cuenta nada el que aquella noche aciaga algunos nos jugáramos la vida. Nuestra obligación, sobre todo la mía, era capitular enseguida, sin luchar como lo hicimos [la verdad es que apenas habían luchado tampoco]. Y tenía la obligación de quedarme escondido en un despacho y sacar bandera blanca en cuanto hubiera oído un par de cañonazos. Di mal ejemplo al ser el único que con un grupo de voluntarios salió a la calle, y ahora lo he de pagar (…) Reconozco que merezco sólo desprecios e insultos, mientras que el apoyo material y moral lo tienen bien ganado aquellos valientes que permanecieron bien escondidos para rendirse a cambio de que les perdonasen la vida. Sí, hace muy bien la gente en ayudar y plañir por esos pobretes…” La lectura de la carta fue interrumpida por la furiosa protesta de los parlamentarios de la Esquerra. (En Los orígenes de la guerra civil española)
Las mismas interrupciones impidieron a Dencàs terminar de exponer datos reveladores de los preparativos y planes armados de la Generalitat. Companys y los suyos, en efecto, habían sostenido ante los jueces que ellos no habían intentado ningún golpe, solo protegerse “¡de la CNT!”. Un historiador muy peculiar, el benedictino o ex benedictino Hilari Raguer, afirma que la sedición de Companys “no es una acción bélica, sino un gesto político por el cual se suma a las izquierdas españolas”. Con un par, como dicen los castizos.
(Hace cuatro años)
En los meses iniciales Nelken desplegó una actividad volcánica. Aconsejaba hasta sobre la conducta en el frente: “Los jefes no tienen por qué ser valientes sino, por el contrario, prudentes, cautos, cuidadosísimos de su vida que es defensa de la vida de muchos y garantía de la victoria”. Montseny la felicitaba: “Representación auténtica, mandataria directa e indiscutible de la clase trabajadora”; “Una voz de mujer y una opinión de mujer. De mujer expresión directa e indiscutible de la opinión de una gran parte de la masa trabajadora”. Azaña, en cambio, testimonia el fastidio de los mandos por sus injerencias. En el Ministerio de la Guerra, dice Zugazagoitia: “Se había convertido en una autoridad y permanecía horas y horas ordenando y disponiendo”. Mientras los funcionarios desalojaban frenéticamente los archivos y demás papeles, “tropezaban con Margarita Nelken, que los fulminaba con la mirada, tratando de descubrir por dónde andaban los traidores. Su presencia fiscal y su palabra hiriente, pronunciada sin prudencia, irritaban. Muchos pedían desesperadamente que alguna autoridad superior la echara del edificio”.
Rojo niega protagonismo a la briosa diputada, “aunque la propia señora Nelken creyera que mandaba. Pero no solo era ella quien así lo creía y lo hacía público entre sus contertulios y partidarios, persuadiéndoles de que si algo salía bien era por obra de sus consejos”. Ella, a su vez, se sentía preterida y furiosa: “Estoy yo sola en el Ministerio de la Guerra, y me es imposible hacerlo todo” y lanzaba una pulla a La Pasionaria: “Yo no soy de las que se retratan mucho, simulando que han estado en primera línea, cuando la verdad es que no han pasado nunca de la retaguardia”. Federica le disputaba el papel en aquellos días “los más extraordinarios de mi vida (…) Días en que yo lo hacía todo: hasta ir a Albacete a buscar cañones”. Largo la acusaba de zascandilear y desatender sus obligaciones ministeriales, pero no lograba meterla en vereda Ella se jactaba, con los suyos, de haber creado un ejército de la nada a partir de “unas milicias desarrapadas, sin disciplina alguna”, preparando “la posibilidad de la victoria para los que han venido luego a atribuirse todo el mérito”