Abascal se ha quedado incluso corto en su denuncia de la historia criminal del PSOE. Decía el filósofo Jorge Santayana que un pueblo que olvida su historia se condena a repetirla, entendiendo que a repetir lo peor de ella. En España, la derecha ha querido olvidar la historia, y la izquierda y los separatistas la han falsificado de modo sistemático. Su falsificación es tan brutal que no puede sostenerse en un debate racional y democrático, y por eso han impuesto una ley totalitaria, de tipo norcoreano, llamada de memoria histórica, que trata de imponer por fuerza sus versiones. Ahora mismo están pensando en organizar la persecución, con multas y cárcel, de quienes defendemos la verdad. Porque, obviamente, su Himalaya de falsedades, que decía Besteiro, no puede sostenerse.
Parte del pasado que es preciso recuperar si queremos regenerar la democracia es la historia criminal del PSOE. Hoy tenemos un gobierno socialista apoyado en los separatistas y en la ETA. Esto no es nuevo, es una tradición, así que rememoraré muy sintéticamente el historial de este partido. Su primer crimen, aparte de preconizar el atentado contra adversarios políticos en el mismo parlamento, fue la huelga revolucionaria de 1917, acompañada de terrorismo y en combinación con el separatismo catalán. Más tarde el PSOE pasó a colaborar con la dictadura de Primo de Rivera, aunque eso no fue un crimen, pues el partido se moderó y contribuyó así a la prosperidad de aquellos años. Al principio no quería la república, pero luego se unió al golpe militar fracasado con que los republicanos intentaron imponerse. Cuando llegó la república, unos meses después, en lugar de moderarse como con Primo de Rivera, el PSOE realizó una escalada de demagogias, amenazas de guerra civil, y al perder las elecciones de 1933 organizó, textualmente, la guerra civil, con una insurrección y de nuevo en complicidad con los separatistas catalanes. La insurrección socialista-separatista dejó casi 1.400 muertos, enormes destrucciones y malherida a la república.
Después de esa derrota, el PSOE se puso de acuerdo con otros partidos, para formar el frente popular, mezcla de socialistas, comunistas y separatistas, lo que anunciaba claramente un designio combinado de destruir la unidad nacional y de implantar un régimen de tipo soviético, en el que los republicanos de izquierda jugaban el papel de adorno para hacerlo pasar por demócrata. Esto es lo que explica la guerra, y lo he expuesto a fondo en mi reciente libro Por qué el Frente Popular perdió la guerra. Causas y consecuencias históricas. Entre todo falsificaron las elecciones de febrero de 1936, como está documentalmente probado, en las que sus jefes anunciaron que no respetarían una victoria de las derechas. Lo anunciaron textualmente, lo anunció el mismo Azaña. Con ello acabaron de destruir la Constitución y la legalidad republicana. Después de imponerse en el poder por fraude electoral, el PSOE, aunque dividido internamente (andaban a tiros entre ellos mismos) se dedicó a formar milicias, perpetrar incendios y asesinatos que culminaron en el intento de asesinar a los jefes de la oposición, lo que consiguieron con Calvo Sotelo, asesinado por una combinación de policías y milicianos socialistas, encabezados por un jefe de la Guardia Civil también del partido socialista. Esta sangrienta tiranía provocó una rebelión muy justificada, y al llegar la guerra, los socialistas organizaron o más bien desarrollaron masivamente el terror que venían practicando desde 1933. De paso convirtieron a Stalin en el verdadero amo del Frente Popular, al entregarle la mayor parte de las reservas de oro, porque el objetivo declarado del PSOE por entonces era sovietizar España y sus simpatías iban hacia la URSS.
En fin, perdieron la guerra los totalitarios y separatistas. Como dijo el socialista Besteiro, el PSOE había querido la guerra civil para implantar “la mayor aberración política que vieron quizá los siglos”. Besteiro era de los poquísimos socialistas demócratas y fue laminado. Pero en lugar de abandonar o provocar una escisión, se mantuvo en el PSOE por disciplina de partido, y por ello fue condenado al terminar la guerra, aunque sin duda habría salido muy pronto.
Después, la oposición del PSOE al franquismo fue irrisoria y cabía esperar que hubieran aprendido la lección. Pero no fue así. Al llegar la transición acusaban a los comunistas de blandos, rechazaban la monarquía, la bandera, propugnaban una economía llamada autogestionaria, típicamente marxista, es decir, antidemocrática, y la autodeterminación de varias regiones españolas. Solo cuando vieron que así no llegaban al poder dijeron que abandonaban el marxismo. Pero el marxismo estaba en la raíz de todos sus crímenes y la experiencia no fue nunca asimilada. De hecho el marxismo continuó y se manifestó primero en su designio de matar a Montesquieu, es decir, la separación de poderes, es decir, el estado de derecho. Luego, en combinar el terrorismo de estado con la colaboración con la ETA. Pero ha sido con Zapatero cuando, de modo similar al antiguo frente popular, destruyeron la legalidad democrática rescatando a la ETA de la ruina a que la había llevado Aznar, imponiendo leyes totalitarias de memoria histórica y de género, impulsando estatutos anticonstitucionales, a un paso de la secesión, etc. El zapaterismo fue un cambio de régimen en esencia, si bien no en las formas, equivalente al que realizó el Frente popular con respecto a la república. Y hoy, debido a la colaboración del PP, tenemos la gravísima amenaza de un gobierno de socialistas y comunistas apoyado en los separatismos y la ETA, como decía al principio. De momento, estos delincuentes están atacando todas las libertades y separación de poderes que caracterizan una democracia.
He enviado un ejemplar de mil libro sobre el Frente Popular a Doctor de la Moncloa con la siguiente dedicatoria: “por si sus ocupaciones le permiten aprender algo de la historia de su país y de su partido”. Hay que decir que esa dedicatoria conviene a mucha más gente, empezando por la inmensa mayoría de los políticos y los periodistas, cuya mezcla de ignorancia y de información tergiversada es una de la lacras que pueden llevar al país nuevamente al desastre.
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El primer ministro canadiense afirmó tener información de que el vuelo 752 de Ukraine International Airlines fue derribado por “un misil iraní”.
A los peperos les parece muy fuerte que se hable de “historia criminal de psoe”. Se piensan que eso son exabruptos exagerados de “la ultraderecha”. Ellos nunca han oído nada de eso en televisiones ni en los libros que les gustan, como los de Santos Juliá o Pérez Reverte, y por eso no piensan seguir las consignas al respecto de VOX. Ellos confían en la democracia histórica del psoe.
También el PP tiene su historia criminal: condenar el alzamiento que salvó a España de la disgregación y el sovietismo fue un crimen. También fu un crimen de complicidad su colaboración con el cambio de régimen de ZP. O su colaboración en la profanación de los restos de Franco y del Valle de los Caídos. Por poner algunos casos.
Bueno, hay medios de comunicación peperos, que hacen propaganda del problema del PP, de lo que ellos llaman defectos del PP.
Y lo hacen para que no se hable de las soluciones, de las alternativas al PP.
Nueva vuelta de tuerca contra VOX por la “dispersión del voto de la derecha”. (Nótense las comillas).
Éstas son algunas cosas que dice Mayor Oreja:
“Jaime Mayor implora el acuerdo: “No hagamos imposible el acuerdo entre las tres formaciones que forman parte de la alternativa” porque está convencido de que comparten bases sociales. ”
Mayor Oreja: “”Ahora en el País Vasco y en Cataluña habrá que hacer una fórmula para que España esté presente, más ahora que el PSOE ha querido abrazar la ruptura. No es tanto ir conjuntamente a una manifestación, es diseñar una alternativa.” ”
Continúa diciendo: ”Del 82 al 89 fueron años de tinieblas. Hasta el 89 tan sólo hay crisis en la derecha”. Y por eso, dice Jaime Mayor, las tres derechas “tienen que ponerse de acuerdo”.
Habla, en fin de la “refundación de AP-PP” : “Lo fundamental es construir una alternativa. “Hace falta que lo que hicimos en 14 años, con la refundación del PP, que tengamos que hacerlo en 14 meses es así de urgente”, dice Jaime Mayor.”
O sea que, hay peperos que están en contra de las cosas que hace el PP, pero que no quieren no ya cambiar ellos de partidos, sino que la sociedad cambie de partidos.
En estos tiempos en que tanto tirios y troyanos emplean la palabra democracia como arma arrojadiza contra “el otro”, no está de más conocer lo que el pensamiento tradicional hispano nos dice al respecto.
Allá va.
La democracia: ¿forma o fundamento del gobierno?
No es empresa fácil abordar las metamorfosis de la democracia, aunque fuere en alguna de sus fases y dimensiones. Pues la democracia no evoca tan sólo en el debate político y filosófico contemporáneo la cuestión de la forma del gobierno, sino que implica también la del fundamento del gobierno (5). Aspecto que tiende a escapar a la consideración de quienes subrayan la continuidad de la democracia desde sus orígenes griegos hasta nuestros días, esquivando el hecho epocal de la Revolución con sus antecedentes y consecuencias (6), a través de un lenguaje que se alza como solo vínculo fantasmal entre dos mundos extraños entre sí (7). En efecto, si se examina la aproximación clásica (esto es, premoderna) a la democracia, se descubre que concierne en primer lugar y sobre todo a una variante en la organización de los poderes, dejando a salvo las finalidades de la vida política. La democracia implicaría en primer término la participación del pueblo en el gobierno, en un gobierno que sin embargo no tiene su origen en el mismo pueblo, sino en la naturaleza humana y en la necesidad del mando político como instrumento de la disciplina social y, en definitiva, participación del orden (8). Sin embargo, ya desde el inicio, el recelo con que algunos de los mayores filósofos clásicos de la política contemplan la democracia, parece abrir un camino que sólo más adelante (y ya en otro contexto de civilización o —mejor— de “disociedad”) (9) podrá verse dónde concluye. El caso de Platón es, a este respecto, significativo. Pero, bien mirado, no lo es menos el de Aristóteles o el de Santo Tomás. Recuérdese a este respecto cómo si Herodoto clasificaba las formas de gobierno a partir de un dato organizatorio (el número de los que mandan), después de Jenofonte (10) se va a cruzar con otra variante funcional (pero en el fondo sustancial), cual es —según los casos— el ejercicio del gobierno según las leyes de la Ciudad o en miras del bien común (11). Pues bien, Platón, que admitía la distinción entre monarquía y tiranía y entre aristocracia y oligarquía, sólo concebía una democracia, necesariamente situada entre las formas corrompidas (12). Será Aristóteles, como es sabido, aunque sus clasificaciones sean varias y no coincidentes (pues no le importa tanto el “sistema” como responder a los problemas que pone la experiencia), quien introducirá la modalidad del gobierno popular bueno, aunque siga reservando el término democracia para el impuro (13). Finalmente, Santo Tomás, integrando la explicación aristotélica, conduce en realidad el buen régimen popular (politeia) hacia el “régimen mixto” (14). Con lo que escapa de la sola democracia para integrar el elemento popular en un régimen más complejo, caracterizado por la unidad de mando (que asegura la persona del rey) y por la selección de quienes le circundan (pues monarquía no es sinónima de mando de una sola persona), además de por la participación popular (15). De algún modo, parece como si los clásicos hubiesen adivinado una suerte de hybris en la democracia, que aconsejara huir de ella, “dejarla para los enemigos” (16) según el consejo contenido en el diálogo atribuido a Herodoto que está en el origen de toda la especulación luego depurada por Jenofonte, Platón, Aristóteles y Santo Tomás. Pues no sólo es que de por sí no ahuyente la tiranía, que puede convivir con la democracia, sino que incluso la induce. Donoso Cortés, siglos después, resumiendo la experiencia de la Revolución, pero también remontándose esa tendencia desordenada preexistente, lo explicó con contundencia: “El principio electivo es de suyo cosa tan corruptora, que todas las sociedades civiles, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido, han muerto gangrenadas” (17). No podemos abordar aquí un intento de explicación completo de esta frase, compleja, profunda y también misteriosa. Pe ro quizá sea útil recordar la correspondencia que existe entre las formas de gobierno y la legitimidad familiar (18). Si la monarquía conviene a una sociedad en que la familia concentra de manera generalizada el espesor político y comunitario, y si la aristocracia dice relación con otra en que la familia sólo en una parte lo conserva (mientras que en otra por el contrario lo ha perdido), la democracia introduce el individualismo político. Un individualismo que se querría basar (sin lograrlo) sobre el consentimiento y que, al resultar infundado, pues no puede ser de otra manera, viene a resultar impolítico. Y es que una cosa es que el poder político, para cumplir su finalidad natural, requiera de un cierto consentimiento de la comunidad sobre la que se ejerce, y otra bien distinta que en ese consenso se halle precisamente su fundamento. Lo primero es lo que subrayó el “pactismo” medieval (singularmente desarrollado por los juristas catalanes del siglo X V) (19) y lo que, mal que bien, articuló la segunda escolástica (20) (en particular los magni hispani) y más tarde, en diferente versión, el neotomismo (21). Lo segundo, en cambio, enlaza directamente con el contractualismo social moderno de progenie nominalista y protestante, en su versión liberal. Si el pactismo se desenvuelve dentro de la experiencia de la comunidad humana, el contractualismo —por el contrario— pertenece al dominio de la ideología. Pe ro esta es una cuestión que requiere un tratamiento más detenido.
Contractualismo y liberalismo.
Se ha dicho que el origen del impulso histórico que acarreará en 1789 la ruina del antiguo régimen y de la propia monarquía, previa su hipertrofia en la Francia del siglo XVIII, ha de buscarse en la turbulenta Inglaterra del siglo XVII. Es allí donde y cuando el racionalismo —vigente desde el Renacimiento en la ciencia y en la filosofía— llega al orden político, y no sólo en la práctica (al modo iniciado por Maquiavelo), sino en su concepción teórica, a través de un análisis desacralizador del poder de inspiración empirista. Precisamente Locke (en la senda del precursor Hobbes) es el iniciador al mismo tiempo del empirismo filosófico y el liberalismo político. Si —en su epistemología— las “ideas compuestas” (teorías y creencias) se forman en la mente individual por asociación de “ideas simples” (sensaciones primarias), aquéllas no pueden ser impuestas a nadie, ni menos aún constituidas en fundamento de un orden social o político: el individuo, sujeto de la sensación primaria, es forjador de las ideas compuestas; la sociedad, en consecuencia, es contractual y el poder voluntario o consentido; ésta, finalmente, no puede fundarse sobre la religión, sino que ha de afirmarse el principio de tolerancia, aun relativa (22). Ahora bien, ese esquema contractualista esconde diversos absurdos. Uno primero es la inexistencia del estado de naturaleza en el que los individuos desligados ejercen su propio poder y para salir del cual, y llegar al estado civil, realizan el pacto. El estado de naturaleza ni ha existido (cosa que el propio Rousseau reconocía) (23) ni puede existir: nacemos de una pareja, vivimos en una sociedad que no sólo es indispensable para el individuo sino que es la propia condición de su existencia. Pero un segundo absurdo aparece súbito: el contenido del pacto social no sólo se extiende sobre los que teniendo capacidad han consentido efectivamente, esto es, conforme al esquema del contrato típico del derecho privado, sino que puede observarse cómo las decisiones tomadas por otros (incluso antes de que yo naciera) caen sobre mí, que —en definitiva— el Estado impone sus reglas frente a todos. Hegel tendría, pues razón: el contrato no acierta a explicar el tránsito de lo “privado” a lo “público” (24). Y eso que lo “público” no es siquiera lo “político”, sino la dimensión privada de la persona civitatis. El contractualismo, por tanto, no puede dar respuesta a la legitimidad del poder, pues no basta el concepto moderno del consenso como adhesión sin pruebas a una opción cualquiera (25).
Para el pensamiento tradicional, la sociedad de los hombres es, ante todo, en su radicalidad, una “comunidad” —en el lenguaje de Tönnies (26)— que reconoce orígenes religiosos y naturales, que posee lazos internos emocionales y de actitud. La percepción de la sociedad histórica o concreta se acompaña, así, de la creencia en que el grupo transmite un cierto valor sagrado y del sentimiento de fe y veneración hacia esos orígenes sagrados más o menos oscuramente vividos. Es, pues, una “sociedad de deberes” en la que la que la obligación política, arraigada en la vinculación familiar, adquiere un sentido radical, indiscutido, de modo que el carácter consecutivo que el deber tiene siempre respecto del derecho ha de hallarse en la incisión en ella de un orden sobrenatural que posee el primario derecho a ser respetado, esto es, la aceptación comunitaria de unos derechos de Dios que determina deberes radicales en el hombre y en la sociedad. Para el contractualismo, en cambio, la sociedad es más bien una coexistencia (“sociedad” en sentido estricto, de nuevo según el lenguaje de Tönnies) que reconoce orígenes simplemente convencionales o pactados, que posee sólo lazos voluntario-racionales. La sociedad histórica se percibe, entonces, como una convivencia jurídica, a lo más por el sentimiento de independencia o solidaridad entre sus miembros. Pura “sociedad de derechos”, que brota del contrato y de una finalidad consciente y en el que la obligación política sigue siempre a un derecho personal y se define por razón del respeto debido a ese previo derecho. En la disyunción anterior hallamos la aporía política fundamental, perpetuamente renovada a través de la historia del pensamiento: la difícil tensión que todo orden político supone entre razón y misterio, entre consensus y sobre – ti, tensión que sólo la práctica resuelve mediante una aceptación histórica, consentida y entrañada tradicionalmente en los hombres y en las generaciones. Del mismo modo que la convivencia humana no es producto de la razón ni del pacto voluntario, pero no es tampoco ajena a la racionalidad humana en su realización y formas, así tampoco el poder es un artefacto del pensar y del querer humano, pero no se afianza ni perdura sin el consensus de la voluntad histórica (27). También de ahí viene el origen del constitucionalismo (28). Al desesperarse de la fundación del régimen político, las constituciones —encarnación del contrato social— tienen por objeto “despersonalizar” el mando, de donde resulta paradójicamente su “remoralización” (cierto que inmoralista). Al poner en primer plano el consentimiento arruina los vínculos interindividuales, y con ellos la permanencia y estabilidad de la vida en común (29). Por donde retorna el estado de naturaleza en una demanda creciente de derechos. Y aparece un derecho tornado exclusivamente en legislación estatal y en esencia coactivo (30). De la dialéctica entre ambos términos vive la modernidad, de su fase fuerte a la débil, sin terminar de recuperar la tradición del mando personal (gobierno) sobre el cuerpo político, antes bien apurando los elementos disolventes en aquélla implícitos (31). Pero no adelantemos la conclusión.
Las metamorfosis de la democracia y la disolución de la comunidad.
Si la primera versión del “contrato social” fue funcional al absolutismo monárquico, pronto el modelo sería corregido en clave liberal y luego democrática. Es cierto que los términos (y sus correlativos conceptos) “liberalismo” y “democracia”, se suelen contemplar con frecuencia como unidos inescindiblemente; sin embargo, sus respectivas connotaciones no son de suyo coincidentes. Así, de un lado, encontramos un plurisignificado del liberalismo, como liberalismo económico, político o filosófico (en puridad ideológico) (32). En efecto, la raíz del liberalismo puede hallarse en la negación del orden natural y en la consiguiente pretensión de fundar el orden político (de que nos hemos ocupado anteriormente) en la voluntad humana. Tal pretensión racionalista y voluntarista al tiempo, no se corresponde de modo necesario en exclusiva con el liberalismo político, pues el llamado despotismo ilustrado ya era deudor de ella. Pero el propio liberalismo político no es todavía la democracia liberal, ya que ésta implica una profundización del designio igualitario, que no siempre se compadece con el puro liberalismo. En una tal dialéctica, una veta del pensamiento político moderno ha primado siempre el elemento “liberal” frente al “democrático”, mientras que otra ha podido invertir los términos de la preferencia (33). Esto es, respectivamente, elitismo frente a masificación, o —por el contrario— voluntad popular frente a contención del poder. En todo caso, estamos ante la lógica de la “soberanía” (sea ésta del Príncipe, nacional o popular), que es la lógica del Estado moderno (34). La gran tesitura presente es precisamente la de la superación del Estado moderno, que puede afrontarse bien desde la recuperación del bien común de la comunidad política, en el cuadro de la inteligencia política clásica, bien en la pura disolución del mismo Estado como subrogado de tal comunidad política, en los términos del esquema postmoderno que preside la llamada globalización (35). Es sabido que la realidad del Estado soberano vino unida a la modernidad política en sentido fuerte, en la que el bien público, esto es, el de la persona estatal, iba a tratar de sustituir toda la sustancia comunitaria. Mientras que la crisis del Estado, y de la soberanía como su rasgo definidor, coincide con la decadencia de la modernidad, o con su fase débil, con la postmodernidad, en que, en pleno desenvolvimiento hacia el nihilismo, son los bienes privados los que reclaman la posición de dominio. Entre ambos momentos, el de la afirmación de las religiones civiles y el de su disolución, el verdadero bien común, el del hombre en cuanto hombre, esencialmente comunitario y comunicable, se deja de lado con todo cuidado (36). Las transformaciones de la democracia deben, pues, examinarse necesariamente en ese cuadro. Si en la fase denominada “ liberal” el protagonismo lo tuvieron los gentlement, las grandes personalidades políticas, en un horizonte marcado por el sufragio censitario y la creación de una clase burguesa al servicio de la revolución liberal, la sucesiva fase democrática —con la introducción del sufragio universal— vino caracterizada por la emergencia de los partidos políticos, nuevas feudalidades que indujeron una nueva y creciente oligarquización en la fase más cercana de nuestros días, caracterizada propiamente como “partitocracia” (37). A la larga se abriría la posterior crisis de los partidos, de las instituciones representativas (los parlamentos) y, en definitiva, de la propia democracia, sustituida por la tecnocracia. Si este proceso tuvo importantes reflejos en el nivel estatal, ha sido en el ámbito “europeo” (recte, de la Unión Europea) donde ha adquirido carta de naturaleza a cuenta del famoso “déficit democrático”, que si desde algún punto de vista puede convertirse en sinónimo de las exigencias del “buen gobierno” (38), desde otro no deja de ahondar una opacidad creciente que desnuda progresivamente el vínculo entre poder y sociedad en que consiste la representación política (39). En efecto, en primer lugar, las instituciones europeas tienen funciones que pretenden la reproducción a mayor escala las instituciones democráticas del Estado nacional, pero que no pasan en verdad de resultar mera apariencia: nos encontramos así con un régimen político nuevo, al margen de las distintas formas conocidas del modelo constitucional, regido por el principio de separación de poderes, y con marcada inclinación hacia una burocratización desideologizadora. Cierto es que ésta puede presentarse bajo ribetes ideológicos: algo así como la “ideología” del “crepúsculo de las ideologías” (40). Pe ro hay algo más. Indagando en la razón de tales tendencias, algunas ya hechas realidades, quizá más que la humillación de la democracia se encuentren las exigencias del buen gobierno. Y, en alguna medida, más que al impulso de un proceso racionalizador y desideologizador, a lo que responden las tendencias apuntadas es a la búsqueda de una buena gestión de los asuntos públicos que la democracia de partidos no logra. He ahí el porqué último del éxito de las administraciones independientes: la desconfianza del ciudadano medio y aun del político responsable respecto del funcionamiento del Estado democrático, convertido en Estado de partidos, a la hora de jugar con las cosas importantes. Cuando se quiere tener una autoridad monetaria o una seguridad nuclear serias y ajenas a la presión demagógica, se sustraen a la gestión política y se entregan a unos técnicos competentes (41). Aunque los riesgos tampoco se pueden ocultar, de la colonización por los intereses sectoriales —tanto más fácil cuanto que los especialistas privados y públicos tienen frecuentemente la misma raíz—, al desarrollo excesivo del espíritu de cuerpo, se considera preferible a la acción de unos partidos sometidos a las clientelas y dependientes de las necesidades electorales. No es pequeño el resultado que nos ofrece en este campo la Unión Europea y su peripecia institucional para la problematización de la experiencia política hodierna. Pero en esta elusión de la democracia por las exigencias del buen gobierno hay otras consecuencias mucho menos tratadas. Y es que, en primer lugar, el conjunto de las cautelas antidemocráticas contenidas en el Tratado de la Unión Europea, tomadas en su conjunto, equivalen a lo que podríamos llamar una “invariante” de política económica, esto es, un conjunto de reglas de rigurosa y obligada observancia (42). Se llega, pues, al resultado de que, si el pensamiento democrático excluyó siempre de su horizonte la existencia de una “invariante moral del orden político”, ahora, su deriva tecnocrática, recupera la exigencia de unas normas incuestionables, pero sólo que, en vez de situarse en el terreno moral, se limitan tan sólo al económico. Pero además esta dinámica abre también la perspectiva de la recuperación de la distinción entre potestad y autoridad, aunque no tanto de la limitación de la potestad por una autoridad independiente —siempre salutífera para el orden político—, sino más bien de absorción de la potestad por una pseudo “autoridad”, vicio opuesto al democrático de dilución de la autoridad en la potestad (43). Otra cosa es que las tendencias anteriores se presenten indiferenciadas y unidas inextricablemente con la ideología de la globalización. El éxito reciente de la llamada governance, que podríamos decir con el término tradicional “gobernación”, pero que se está imponiendo con el bárbaro de “gobernanza”, evoca de una parte —incluso etimológicamente— el “gobierno”, más allá del Estado, aunque también implica, de otra, en la realidad, la rendición de la política a la administración del economicismo (44). Lo mismo podría decirse de la también reciente fortuna del principio de subsidiariedad. Pues si, de un lado, ha hecho volver la atención sobre un tema central del orden político, que las constituciones y administraciones nacionales habían obviado, no es menos cierto que —de otro— ha impuesto una versión desnaturalizada y administrativizada del mismo, al servicio de un neoliberalismo globalizador que se desembaraza de las posibles resistencias estatales y que contribuye a presentar los poderes públicos como mero s aparatos o instrumentos suspendidos sobre una sociedad civil autorregulada de modo espontáneo por la libre iniciativa individual (45). Se trataría no tanto de una volatilización del Estado como de una vanificación del gobierno, sometido a las sedicentes l e yes del mercado global. Se trataría también de una marginación de las instituciones representativas (digamos incluso, pese a lo desgastado del término, por mor de su uso “religioso” y de su degeneración partitocrática, democráticas) bajo capa de eficiencia. Y se trataría finalmente, no de una flexibilización de los vínculos nacionales, sino más bien de su debilitamiento y casi desaparición.
MIGUEL AYUSO TORRES
A ver si encuentro las notas del documento en cuestión.
Notas
(5) Véanse los libros de DANILO CASTELLANO, La razionalittá della política, Nápoles, 1993; L’ordine dellapolítica, Nápoles, 1997; La verittá dellapolítica, Nápoles, 2002.
(6) Puede verse, como ejemplo de tal tendencia, el libro —por lo demás estimable— del ilustre helenista español Francisco Rodríguez Adrados, Historia de la democracia, Madrid, 1997. Por su parte, han criticado justamente esa indistinción Eugenio Vegas Latapie, Consideraciones sobre la democracia, Madrid, 1965, o Jean Madiran, Les deux démocraties, París, 1977.
(7) JUAN ANTONIO WIDOW, “La revolución en el lenguaje político”, Verbo (Madrid), n.° 177 (1979), pág. 774
(8) Cfr. MARINO GENTILE, II filosofo di fronte allo Stato moderno, Nápoles, 1964; GIOVANNI AMBROSETTI, L’essenza dello Stato, Brescia, 1973.
(9) Cfr. MARCEL DE CORTE, De la dissocieté, París, 2002. El texto trae su origen de una conferencia pronunciada por su autor en Roma el año 1974, luego publicada en francés, italiano y español casi simultáneamente.
(10) JENOFONTE, Memorabilia, IV, 6.
(11) PHILIPPE BÉNÉTON, Les régimes politiques, París, 1996, págs. 12 y sigs.
(12) PLATÓN, El Político, 292; y también La República, VIII.
(13) ARISTÓTELES, Política, III, 5 y sigs.
(14) SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae, I-II, 105, 1.
(15) Cfr. MARCEL DEMONGEOT, Le meilleur régime politique selon Saint Thomas, París, 1929; JAMES BLYTHE, Ideal Government and the Mixed Constitucion in the Middle Ages, Princeton, 1992.
(16) HERODOTO, Libros de la Historia, libro III, 81.
(17) JUAN DONOSO CORTÉS, Obras completas, ed. de Carlos Valverde, S. J., vol. II, Madrid, 1970, pág. 484.
(18) ALVARO D’ORS, Forma de gobierno y legitimidad familiar, Madrid, 1960.
(19) Puede verse el texto de JUAN VALLET DE GOYTISOLO, “El pactismo de ayer y el de hoy”, Anales de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación (Madrid), n.° 6 (1978), págs. 173 y sigs., y el volumen colectivo —promovido por el mismo Vallet— El pactismo en la historia de España, Madrid, 1980.
(20) HEINRICH ROMMEN, Der Staat in der katholischen Gedankenwelt, Paderborn, 1935.
(21) ENRIQUE GIL Y ROBLES, Tratado de derecho político según los principios de la filosofía y el derecho cristianos, Salamanca, 1899; RAFAEL DE BALBÍN, La concreción del poder político, Pamplona, 1964.
(22) RAFAEL GAMBRA, “Estudio preliminar” a La polémica Filmer-Locke sobre la obediencia política, Madrid, 1966, donde se reproducen en edición bilingüe inglés-castellano los textos Patriarch (1680) y First Treatise on Civil Gobernment (1690). Sobre la obra de Rafael Gambra puede verse mi libro Koinós. El pensamiento político de Rafael Gambra, Madrid, 1998.
(23) Cfr. JEAN-JACQUES ROUSSEAU, Discours sur l’origine et le fondements de l’inegalitéparmi les hommes (1755), donde desde la misma dedicatoria se evidencia que se trata de hipótesis que no ha acaecido.
(24) HEGEL, Grundlinien der Philosophie des Rechts (1821), par. 258 y sigs.; FRANCESCO GENTILE, Intelligenzapolítica e ragion di Stato, cit., dedica interesantes consideraciones críticas al contractualismo.
(25) DANILO CASTELLANO, Razionalismo e diritti umani. Dell’antifilosofiapolíti – co-giuridica della modernità, Turín, 2003.
(26) Cfr. FERDINAND TÖNNIES, Gemeinschaft und Gessellschaft (1887), ed. Francesa, Parí, 1946.
(27) RAFAEL GAMBRA, loc. cit.
(28) MIGUEL AYUSO, El ágora y la pirámide, Madrid, 2000, capítulo 1.
(29) DALMACIO NEGRO, Gobierno y Estado, Madrid-Barcelona, 2002, págs. 20 y sigs., 42 y sigs.
(30) FRANCESCO GENTILE, Ordinamento giuridico. Tra virtualitá e realtá, Padua, 2001.
(31) MIGUEL AYUSO, ¿Después del Leviathan? Sobre el Estado y su signo, Madrid, 1996; ID., La cabeza de la Gorgona. De la hybris del poder al totalitarismo moderno, Buenos aires, 2002.
(32) JUAN VALLET DE GOYTISOLO, Más sobre temas de hoy, Madrid, 1979, págs. 136 y sigs.
(33) Cfr. ERIC VON KUEHNELT-LEDDIHN, Liberty or Equality. The Challenge of our Time, Caldwell, 1952; THOMAS MOLNAR, L’hégémonie libérale, Lausana, 1992; PIERRE MENANT, La cité de l’homme, París, 1994; PAUL GOTTFRIED, After liberalism. Mass democracy in the managerial State, Princeton, 2001. Puede verse mi “Liberalismo y democracia”, en el vol. Razonalismo. Homenaje a Gonzalo Fernández de la Mora, Madrid, 1995, págs. 244 y sigs.
(34) FRANCESCO GENTILE, “Introduzione”, en el vol. L’Europa dopo le sovranità, Nápoles 1999, págs. 11-21.
(35) MIGUEL AYUSO, ¿Ocaso o eclipse del Estado? Las transformaciones del derecho público en la era de la globalización, Madrid-Barcelona, 2005.
(36) DANILO CASTELLANO, La verità della política, cit., págs. 135 y sigs.
(37) ROBERT MICHELS, Zur Soziologie des Parteiwesens in der modernen Demokratie. Untersuchungen über die oligarchischen Tendenzen des Gruppenlebens, Stuttgart, 1911, fue el precursor en detectar el problema. Últimamente son de señalar, entre muchos, GONZALO FERNÁNDEZ DE LA MORA, La partitocracia, Madrid, 1976, y GIOVANNI SARTORI, Elementi de teoria política, Bolonia, 1987.
(38) MIGUEL AYUSO, “¿Qué Constitución para qué Europa?”, Verbo (Madrid), n.° 435-436 (2005), págs. 15 y sigs. 7
(39) JOSÉ PEDRO GALVAO DE SOUSA, Da representação política, São Paulo, 1972.
(40) JUAN VALLET DE GOYTISOLO, Ideología, praxis y mito de la tecnocracia, Madrid, 1971.
(41) MIGUEL HERRERO DE MIÑÓN, “Integración europea y democracia”, Política Exterior (Madrid), n.° 59 (1997), págs. 15 y sigs.
(42) JUAN MANUEL ROZAS, “La invariante económica en el Tratado de Mastrique”, Verbo (Madrid), n.° 321-322 (1994), págs. 17 y sigs.
(43) ÁLVARO D’ORS, Escritos varios sobre el derecho en crisis, Madrid-Roma, 1973.
(44) MIGUEL AYUSO, ¿Ocaso o eclipse del Estado?, cit., págs. 33 y sigs.
(45) CHRISTOPHE RÉVEILLARD, “La construction européenne. Histoire en demiteinte dans le bilan du siècle”, Conflits actuels (París), n.° 9 (2002), págs. 80 y sigs.; GILLES MIGNOT, “La subsidiarité et la dilution de la frontière entre public et privé”, Catholica (París), n.° 89 (2005), págs. 27 y sigs.
Es cierto que el conocimiento de la historia ayuda a evitar la repetición de errores pasados. Pero no estoy seguro que el mero conocimiento lo logre. Desde este punto de vista, es incomprensible que sigan existiendo organizaciones o líderes políticos marxistas o filomarxistas, por ejemplo. Son inasequibles al desaliento frente a los datos objetivos y abrumadores sobre el desastre de todo orden de los regímenes comunistas. Es decir, que frente al conocimiento, o a su pesar, hay gente que decide creer y apostar por ciertas ideologías contra toda evidencia. Los prejuicios son más fuertes, parece, que el mismo conocimiento de la realidad presente y pasada. Es verdad que hay por ahí mucho analfabeto funcional, pero ¿cómo es posible que existan aún personas con buena formación, incluso catedráticos de universidad, que sigan comprando esta mercancía averiada? Entre los historiadores y rivales de Moa, ¿cabe decir que son todos unos patanes ignorantes?
Lo que quiero apenas apuntar es que no sólo es el conocimiento lo que nos puede salvar de repetir la historia en lo peor de ella, sino la decisión de dejar de creer ideas equivocadas. El conocimiento ayuda a ello, pero parece que no es el único factor, pues es evidente que muchos quieren seguir creyendo en lo que es evidentemente falso, erróneo o aun fatídico.
Los errores se pueden repetir en la historia porque siempre se puede argumentar que lo que sucedió no es lo que se pretendía. Sería como decir que la URSS no fue comunista, el comunismo en realidad es otra cosa distinta a la realidad histórica de la URSS. Los comunistas creen que el verdadero comunismo, el auténtico, está por llegar y lo que se dio en la URSS solo es un intento que en algún momento degeneró apartandonse de la senda verdadera.