Conocerse a sí mismo
En la entrevista que me hizo Luis del Pino sobre Adiós a un tiempo dije, un poco en broma e imitando a Amorós en su reseña de las memorias de Albiac, que tenía una mala opinión de mí mismo, por lo que me han preguntado varias personas si realmente era sincero. Como historiador o escritor en general, tengo una opinión de mí muy positiva, tal vez demasiado, pero como persona no tanto. Suscribo la frase, creo que de Hamlet, “Si nos trataran a todos como merecemos, quién se libraría de una tanda de palos”, o algo así. Una idea consoladora, al extenderse tanto las culpas. Claro que muchos tienen una mala suerte inmerecida, y otros la tienen inmerecidamente buena, como yo mismo en varios aspectos: las mujeres con las que he convivido han sido humanamente mucho mejores que yo, una suerte para mí y no tanto para ellas. La política puede embrutecer mucho.
Pero hablar de uno mismo es siempre complicado, pues, como decía Pío Baroja, el consejo de Delfos “Conócete a ti mismo”, es inaplicable, salvo si acaso muy parcialmente. Releo algunos episodios de Adiós a un tiempo y no puedo evitar sentirme un tanto extraño al personaje allí dibujado, a pesar de ser veraces los relatos, dentro de lo que la memoria permite. La personalidad llega a cambiar hasta hacerse irreconocible para los demás y para uno mismo. No es que este sea mi caso, pero un poco, sí.
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Por una república de chiflados
Como indicamos al principio, la cuestión de la república es realmente crucial en la España y el PSOE del siglo XX, con efectos hasta nuestros días. Así, en abril de 2006, setenta y cinco años después de proclamarse la II República, un manifiesto en la prensa “Con orgullo, con modestia, con gratitud”, reivindicaba “los valores del republicanismo español que siguen vigentes como símbolo de un país mejor”. Aquel régimen habría sido Una oportunidad, y los españoles la aprovecharon”, ocasión de un “colosal impulso modernizador y democratizador que acometieron las instituciones republicanas -siempre con la desleal oposición de quienes creían, y siguen creyendo, que este país es de su exclusiva propiedad”. “Pese a la brevedad de su vida, la II República desarrolló en múltiples campos de la vida pública una labor ingente, que asombró al mundo y situó a nuestro país en la vanguardia social y cultural. Entre sus logros, bastaría citar la reforma agraria, el sufragio femenino, los avances en materia legislativa de toda índole, la separación efectiva de poderes, las constantes y modernísimas iniciativas destinadas a difundir la cultura hasta en las comarcas más remotas, el decidido impulso de la investigación científica o el florecimiento ejemplar no sólo de la educación, sino también de la asistencia sanitaria pública, para demostrar que aquel bello propósito generó bellísimas realidades, que habrían sido capaces de cambiar la vida de un pueblo condenado a la pobreza, la sumisión y la ignorancia por los mismos poderes -los grandes propietarios, la facción más reaccionaria del Ejército y la jerarquía de la Iglesia Católica- que se apresuraron a mutilarlo de toda esperanza.
Es difícil reunir tantas sandeces retóricas en tan poco espacio. Pero, añaden, a pesar de tanta maravilla, “todavía se nos sigue intentando convencer de que la II República fue un bello propósito condenado al fracaso desde antes de nacer por sus propios errores y carencias. Los firmantes de este manifiesto rechazamos radicalmente esta interpretación, que sólo pretende absolver al general Franco de la responsabilidad del golpe de estado que interrumpió la legalidad constitucional y democrática de una república sostenida por la voluntad mayoritaria del pueblo español, con las trágicas consecuencias que todos conocemos. Y exigimos que las instituciones de la actual democracia española rompan de manera definitiva los lazos que la siguen uniendo -desde los callejeros de los municipios hasta los contenidos de los libros de texto- , hecho que estiman intolerable, y muy peligroso para la salud moral y política de nuestro país.
En otras palabras, la “salud moral y política” del país necesitaba la imposición desde el poder, entonces socialista, de una particular versión del pasado, perseguir versiones distintas por “intolerables y muy peligrosas”, y hasta borrar los recuerdos de los cuarenta años del franquismo. ¡En nombre de la libertad y la democracia, naturalmente! El manifiesto fue el prólogo a la llamada Ley de memoria histórica, del año siguiente, y de la posterior llamada “democrática” para mayor sarcasmo, y que trataremos más adelante. La fecha importa, porque hasta entonces no necesitaba el PSOE desenmascarar su carácter liberticida, pues había ganado la batalla cultural y moral por goleada, al darle la razón el PP con su condena al 18 de julio, en 2002. Pero por esos años tuvo un éxito inesperado mi trilogía robre la república y la guerra, y sobre todo Los mitos de la guerra civil, que amenazaban arruinar la superchería. Fue preciso poner en marcha la política del silenciamiento y la amenaza “legal”.
Aparte del carácter liberticida del manifiesto y su efecto “legal”, la historia que intentan oficializar se reduce a un cuento de hadas realmente pueril, que además confunde la república con el frente popular que la aniquiló. Y para entenderlo no es preciso consultar versiones contrarias (al menos tan lícitamente expresables en democracia como la del manifiesto): bastan los diarios de Azaña para entender hasta qué punto se trata de una grotesca patraña envuelta en la tradicional retórica grandilocuente y hueca, aliñada con poses de indignación moral. Todo “bellísimo”, según los firmantes.
Pero si el manifiesto no dice nada real sobre la república, sí dice, y mucho, sobre sus firmantes. No se trata de sindicalistas más o menos hinchados de verborrea, sino de unos 400 artistas, profesores, escritores, magistrados, periodistas, directores y actores de cine, varios militares, sindicalistas, comunistas y separatistas; la mayoría claro está, socialistas o próximos al PSOE. Entre ellos, unos 20 se presentaban como historiadores, y a varios de ellos (Aróstegui, Casanova, Fontana, Juliá, Gibson, Viñas y algún otro) los he analizado en el estudio de crítica historiográfica Galería de charlatanes.
Supongo que la mayoría de los firmantes, excepto los más jóvenes, había sufrido las “trágicas consecuencias” del franquismo. Y tuvo que ser trágico para ellos prosperar como lo hicieron en aquel régimen feroz, a menudo como funcionarios del mismo. Algunos eran reconocidos comunistas como Castilla del Pino, o muy próximos a él como Caballero Bonald, otros marxistas también conocidos, como varios de los historiadores, sin que ello les impidiera escribir, hacer carrera, a veces muy halagada con reconocimientos y premios y algún contratiempo menor bajo las vesanias insufribles ordenadas por Franco. Fernando Fernán Gómez trabajó como actor desde los terroríficos años 40 hasta el final del régimen, con éxito que debió resultarle dolorosísimo sufrir. Luis Sampedro, en la guerra, se pasó cuando pudo al ejército de Franco, rememorando más tarde su horror ante las crueldades del mismo, lo que no le impidió estudiar con premio extraordinario en la primera facultad de Económicas del país, ordenada por el tirano, ser catedrático en 1955, y hacer una gran carrera como profesor, ensayista económico y novelista, y moverse libremente por universidades useñas o inglesas. Como tantos otros.
No son casos raros: todos o casi todos los que padecieron los horrores del franquismo hicieron carrera en él, viajaron libremente dentro y fuera del país, leyeron libremente o escribieron libros marxistas o inspirados en el marxismo, que desde mediados de los años 60 cundía en los medios intelectuales. Lo hacían, cabe suponer, odiando al mismo tiempo el terror y la miseria del régimen, porque deseaban para España una repetición de las delicias republicanas que tanto “asombraron al mundo”. Como vamos comprobando, la farsa es una seña de identidad permanente e incansable del republicanismo español ya desde los años 30. Uno tiene que recordar los dicterios de Azaña contra sus compañeros políticos: loquinarios, botarates, ineptos, imbéciles, ninguna idea alta, etc., etc. No han cambiado.
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