Vientos de guerra en Europa / Arrepentimientos / El águila

Vientos de guerra en Europa

Apenas llama la atención de los (romos)  analistas españoles el clima belicista que se está extendiendo por Europa occidental, y menos aún sus consecuencias para España.  Nuestro país tiene una posición única en Europa, y no me refiero a la posición geoestratégica, que también, sino al hecho de estar satelizada a unas potencias con intereses políticos y estratégicos contrarios a ella, de lo que son prueba concluyente  Gibraltar, Ceuta y Melilla, y Marruecos.  Algo que sucede desde el Calvo Sotelo sucesor de Suárez, el del aeropuerto.

El pretexto bélico para el que se está preparando a la opinión pública es que Rusia proyecta invadir Europa central, después de Ucrania. Esto es sumamente improbable, porque el conjunto de los presupuestos militares de la UE supera con mucho a los de Rusia, y pueden ampliarse mucho más, no digamos si les sumamos los de Usa. Rusia puede ganar en Ucrania, pero no en una guerra general, que no le puede interesar de ningún modo. Sin embargo, la citada propaganda de la OTAN  se añade a continuas provocaciones desde diversos países.

¿Qué interés pueden tener la OTAN y la UE en una contienda con Rusia? Es un interés negativo: han utilizado a Ucrania, se han comprometido con ella, han impedido los acuerdos  de paz  con la seguridad de que agotarían al ejército ruso y destrozarían su economía mediante sanciones. Nada de eso les ha resultado, y lo más grave es que el fracaso pondría muy en cuestión a la OTAN y a la propia UE, con peligro de disgregarlas. Una guerra más amplia podría ser la típica solución de la huida hacia adelante.

No sabemos si esa contienda va a producirse o no, pero vemos claramente cómo se está preparando. Y ante esa preparación, una España democrática e independiente tendría que optar por la neutralidad. No tenemos conflictos con Rusia, pero sí, y muy profundos, con nuestros “aliados”. Aliados, más bien amos, de unos gobiernos españoles contentos de su papel de lacayos y resueltos a satelizar el país y cipayizar su ejército.

   Por lo tanto es hora de poner sobre la mesa la cuestión de la neutralidad. Llevo años insistiendo en ello, vanamente. Pero ante los vientos bélicos que se están levantando, la cuestión no admite demora.Algunos dicen que la neutralidad es muy difícil. Seguro. Mucho más difícil fue en la II Guerra Mundial.

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Adiós a un tiempo

Arrepentimientos

He escrito tres libros autobiográficos: De un tiempo y de un país, Viajes por la Vía de la Plata  y Adiós a un tiempo. No componen una autobiografía ni unas memorias de conjunto, pero tienen ese carácter, parcialmente autobiográfico, que en parte también, reflejan una época que a veces parece perdida en el tiempo. Una “crítica”: “Empieza usted sus recuerdos en Adiós a un tiempo, con uno muy nostálgico sobre un terrorista amigo suyo, y no veo en él ningún rastro de arrepentimiento” (J.L.M.).   No lo ve usted porque no lo hay. Las cosas fueron como fueron, eso no lo puede cambiar ningún arrepentimiento, y menos aún la exhibición de tal. Lo único exigible es la fidelidad a la memoria, por si de ahí puede extraerse alguna lección. Tampoco verá ese arrepentimiento en De un tiempo y de un país, pero sí un relato y descripción, junto con un análisis. Eso tiene más valor,

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La Segunda Guerra Mundial: Y el fin de la Era Europea (HISTORIA)

El águila

La posibilidad de volver a España triunfalmente fue cobrando sustancia, hasta convertirse en práctica seguridad, conforme las potencias fascistas se acercaban a su hecatombe.

Contra todo pronóstico, el franquismo iba a permanecer neutral durante la guerra exterior, neutralidad que objetiva aunque no deliberadamente, favoreció de modo especial a Inglaterra y Usa en momentos críticos, por lo que ambas ofrecieron seguridades y garantías a Franco; pero desde 1943, pasados los años difíciles, se tornaron hostiles e injerentes en los asuntos hispanos. A principios de 1944 parecía estar a punto la invasión anglouseña por España, ante los penosos avances por Italia, y el pretendiente Don Juan había sido advertido por su amigo Lord Mountbaten que pronto sería expulsado Franco y él podría reinar. La invasión no se intentó, al parecer porque, por una de tantas paradojas de la historia, Stalin exigió que la apertura de un nuevo frente se hiciera por Francia. Pero las intimidaciones no cesaron, y en febrero de 1945, al borde ya del derrumbe alemán, Stalin, Churchill y Roosevelt se reunieron en Yalta para organizar una posguerra mundial en la que la España nacional no tendría cabida, debiendo ser por lo tanto aniquilada.

Dada la fuerza aplastante de los “Tres Grandes”, el destino del franquismo quedaba sentenciado, y muy pocos creían en su supervivencia. El PSOE y todos los grupos exiliados se sentían de enhorabuena, dando por hecha su próxima vuelta triunfal a España, y en el propio régimen se abrían grietas por el lado monárquico, en el que muchos especulaban con sustituir a Franco por el pretendiente Don Juan, hacia quien los ingleses mostraban preferencia. La monarquía española tenía fuertes lazos con la inglesa, y Don Juan se había formado precisamente en la armada de Inglaterra, que venía a ser la de Gibraltar. Junto con la Falange, los carlistas y los católicos, los monárquicos constituían uno de los cuatro sectores, partidos o familias franquistas, seguramente el menos popular pero también el más dudoso ante una crisis tan grave, debido a su implantación en las clases altas, en parte de la intelectualidad y, lo que la volvía más peligrosa, en el generalato.

Muchos monárquicos, empezando por Don Juan, pensaban o querían pensar que la guerra civil se había librado por la vuelta de la monarquía, en lo que, desde luego, no coincidía la mayoría del régimen, empezando por Franco. Ya en enero de 1944, cuando se esbozaba la invasión del país, el Caudillo había advertido a Don Juan de que el alzamiento de 1936 no había sido promonárquico, sino patriótico: la monarquía había cedido el poder a la república y “por lo tanto, ni el régimen derrocó a la monarquía ni se sentía obligado a su restablecimiento”, y mucho menos por presiones de otras potencias. Dos años antes le había prevenido: “Siento tener que deciros que el sentimiento monárquico, que os quieren hacer ver que existe en nuestro pueblo, es falso”. Una nueva república quedaba descartada, ante la pasada experiencia, y la monarquía tendría que volver, pero por sus pasos y no de modo inmediato, por mucho que conviniera a Londres o a Washington. Puede decirse que con esta posición y la reciente neutralidad, Franco afirmaba contra viento y marea,  por primera vez en dos siglos, una política exterior española independiente.

Don Juan, sugestionado por las promesas inglesas y tutelado por  la OSS useña, antecedente de la CIA, presionaba a algunos generales para deponer a Franco pues, como le explicaba a Kindelán el 10 de febrero de 1945, “Los intereses del Imperio Británico y de los Estados Unidos (…) (exigían) que desapareciera el régimen fascista que Franco creó a imagen y semejanza de los regímenes italiano y alemán” (…) Ese dictador, ese régimen, querámoslo o no, está inexorablemente abocado —de cegarse en su voluntad de persistir a todo trance– a ser derribado entre convulsiones gravísimas en beneficio de los elementos de desorden”. Obviamente, Franco no creía que España debiera subordinarse a aquellos intereses, ni que estos fueran a imponerse ineluctablemente

Para entonces se estaba diseñando una operación fraguada por el OSS, dirigido por Allen Dulles, y aceptada por Don Juan y su entorno: se introducirían en el país grupos guerrilleros, con cuyo pretexto se declararía al régimen un peligro para la estabilidad europea, entrarían las tropas useñas e instalarían a Don Juan, con quien colaborarían, al menos inicialmente, los socialistas, ya muy olvidados de cualquier veleidad prosoviética, y se convocarían elecciones. Tendría algo de vuelta a la Restauración. El plan, que a muchas personas les sonaría a alta traición, lo expone el fervoroso juanista L. M. Ansón, en su biografía del pretendiente.

¿Quiénes serían aquellos guerrilleros? Se ha pensado que los comunistas del maquis, pero más probablemente los que entrenaba el OSS con exiliados en el norte de África, o grupos carlistas con los que había trabajado anteriormente el ex embajador inglés Hoare. En todo caso, la policía franquista desarticuló fácilmente a unos y otros, con lo que la operación tenía poco futuro.

Y dentro de la operación,  en marzo ya se lanzó Don Juan de cabeza contra Franco, emitiendo el célebre Manifiesto de Lausana. Libre, según decía, “de vendas ni mordazas”,  declaraba al régimen español “contrario al carácter y a la tradición de nuestro pueblo” y próximo a hundirse “por ser fundamentalmente incompatible con las circunstancias que la guerra presente está creando en el mundo”. Si el franquismo se obstinaba en resistir, arriesgaría una nueva guerra civil. La república no valía porque “no tardaría en desplazarse hacia uno de los extremos”. En cambio la monarquía tradicional sería “instrumento de paz y concordia y reconciliación”, y “solo ella puede obtener respeto en el exterior”. Por tales razones “me resuelvo (…) a requerir al general Franco para que, reconociendo el fracaso de su concepción totalitaria del Estado, abandone el poder y dé libre paso a la restauración del régimen tradicional de España”, advirtiendo a los franquistas de que, si no cambiaban, llevarían a España a “una irreparable catástrofe”.

Por su parte, Franco, y con él una gran masa de españoles, creían que quien devolvería a España a la catástrofe sería Don Juan con su monarquía “tradicional”, expresión por la que podían entenderse cosas muy distintas; y no pensaban admitir un régimen bajo la tutela anglosajona, máxime cuando ni habían participado en la guerra ni le debían nada, más bien al contrario,  mientras que el resto de Europa occidental sí debían su liberación del nazismo al ejército useño e indirectamente al soviético.

La posibilidad de una invasión pura y dura fue abandonándose, como se percibiría vagamente en la posterior conferencia de Potsdam, entre julio y agosto del mismo 1945, en la que a Churchill, reciente perdedor en las elecciones, le sucedía Clement Attlee; y a Roosevelt, fallecido meses antes, Harry Truman. Attlee era mucho más antifranquista que Churchill, pero Truman era más antisoviético que Roosevelt, por lo que la hostilidad a España se hizo más vacilante. Franco había expresado inequívocamente su voluntad de resistir a cualquier agresión, y una invasión provocaría un maremagnum incontrolable o una nueva guerra civil, fácilmente contagiable al resto de una Europa en ruinas. Además, los comunistas eran los únicos que mantenían una organización armada en el interior, con el peligro de que se impusieran. Por lo tanto, bajo declaraciones de incompatibilidad y condena, la amenaza mayor iba perdiendo fuerza. Ni los exiliados ni Don Juan–no todos los monárquicos le apoyaban– percibieron aquellos sutiles cambios, y seguían convencidos de una próxima vuelta victoriosa tras los tanques y bajo los bombarderos useños, o la simple amenaza de ellos. El factor principal en el cambio de panorama fue, sin duda, la voluntad expresa de Franco de resistir a cualquier agresión. Ya le había dado resultado con Hitler, y reproducía su decisión de julio del 36, al rebelarse y vencer a pesar de las pésimas condiciones materiales en que empezaba.

Así como Prieto y otros muchos habían creído inexorable la derrota de los sublevados en 1936, Don Juan y muchos más creían inexorable el derrocamiento de Franco. Este consideró el manifiesto de Lausana equivocado y que alejaba a su autor de la corona, pero decidió mantener los lazos con él, con vistas a educar a su hijo en España y en los principios del Movimiento. El documento le pareció disculpable por la presión internacional, y “patrióticamente explicable”.  Quizá su juicio habría variado si hubiera conocido los planes elaborados por Dulles.

Ante las brillantes perspectivas que se abrían, los partidos exiliados no lograron unirse, más bien al contrario, pues cada uno quería aprovecharlas en su beneficio. Quien mejor percibió la situación fue Prieto, quien propuso una nueva estrategia de apoyo a la restauración monárquica, mediante acuerdos con Don Juan. Una vez más, comprobamos las abundantes paradojas en la historia.

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