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De lo que nadie habla
**¿Tiene sentido defender la soberanía y los intereses nacionales en un mundo “globalizado” en que los intereses y culturas se interpenetran por encima de las fronteras? Tiene el mayor sentido, pues esos intereses “globales” destruyen “lo que constituye al ser humano”, como venía a decir Tocqueville
**Hay dos puntos fundamentales sin abordar los cuales todas las políticas concretas no pasarán de parches a un creciente deterioro golpista: a) la vindicación del franquismo como origen de la transición, la democracia, la monarquía y la permanencia de España como nación. b) La necesidad de una política exterior independiente, que solo puede asentarse en la neutralidad, en un mundo cada vez más peligroso y dividido. La mayor prueba de la decadencia intelectual y moral que sufre España es que ninguno de esos puntos es siquiera considerado por políticos, periodistas o intelectuales.
**Zelenski pudo haber elegido la paz y eligió la guerra, una decisión criminal. Lo hizo, además, bajo las promesas de Usa e Inglaterra y sus satélites de la OTAN; confiar en las cuales revela ciertamente una inteligencia precaria. Por esas promesas está aniquilando a la juventud ucraniana.
**Un último coletazo de la guerra civil (esperemos) y del marxismo-leninismo clásico: De un tiempo y de un país
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Guerra y moral
Mi amigo Miguel Platón contestó a mi objeción sobre su concepto de la guerra como “una tragedia innecesaria”:
En cuanto a la posibilidad de que no se hubiera llegado a la guerra, mi punto de visto no es economicista, sino moral. Se basa en que la mayoría de los españoles no quería una guerra civil. En diciembre de 1935, antes de la intervención funesta de Alcalá Zamora, la sociedad no estaba radicalizada. Fue una minoría extremista, fundamentalmente de izquierda, la que en los meses del Frente Popular protagonizó el discurso del odio y las acciones que destruyeron el Estado de Derecho, así como el recurso a la violencia que condujo al asesinato de Calvo Sotelo. La frustración de las expectativas económicas deterioró la paz social y con ello contribuyó a la radicalización. La izquierda revolucionaria basó su propaganda en que el marco legal republicano no sólo no garantizaba, sino que era un obstáculo para la mejora de los trabajadores. Y de esa forma pasó lo que pasó.
Esto es cierto en líneas generales, pero creo que la prédica del odio, fundamentalmente por el PSOE y la Esquerra, data de mucho antes y alcanzó su clímax con la campaña por las supuestas atrocidades de la represión de Asturias en 1934. Aquella campaña envenenó el clima político y en gran medida el social. Creo que ningún historiador le ha dado la enorme importancia que tuvo. Y que se ha repetido insistentemente en el posfranquismo sobre la represión de posguerra, con graves efectos políticos, legitimadores del ataque a la unidad nacional y a la democracia hasta llegar al golpismo presente. Precisamente tu libro sobre la represión de posguerra e una contribución muy importante contra ese envenenamiento de las conciencias.
Y casi nadie quiere una guerra civil (o una guerra en general), pues esta trae consigo sufrimientos y angustias que nadie desea soportar. Sin embargo la guerra no es una cuestión personal, sino social, y aquella se hizo inevitable cuando al golpe de octubre del 34, fallido, le sucedió el exitoso de unas elecciones fraudulentas, las cuales destruyeron la legalidad republicana, que en principio permitía que las rivalidades políticas no llegaran al choque. Y, al margen de los odios implicados, la guerra tuvo un fuerte contenido político, ideológico y moral que debe destacarse siempre, pues de otro modo tendríamos que ver la guerra como un hecho absurdo: la destrucción de la legalidad republicana traía consigo la amenaza grave de sovietización y de disgregación nacional, pues no otra cosa entrañaba el Frente Popular. Ante aquella situación, solo quedaba someterse o rebelarse. La decisión moral de rebelarse estaba plenamente justificada, en mi opinión.
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Por qué la iglesia no acabó con el franquismo
El régimen no se proclamó de ninguno de aquellos cuatro partidos, sino católico, confesional y seguidor de la doctrina social de la Iglesia. El catolicismo era un factor unitario entre sus cuatro “familias”, los nacionales habían salvado a la Iglesia, literalmente, del exterminio, y el Vaticano fue el principal apoyo exterior del franquismo en los años 40, cuando parecía que el mundo entero deseaba aplastarlo.
Sin embargo, la definición católica iba a convertirse en el mayor problema para el régimen desde mediados de los años 60. Por una parte, el catolicismo no es una doctrina política y por otra su sede orientadora, el Vaticano, tiene sus propios intereses políticos. Entre 1962 y 1965 se desarrolló en Roma el Concilio Vaticano II, tratando de aggiornarse para responder al alejamiento de la religión perceptible en las sociedades europeas y useña y manifestaciones de descontento y desconcierto dentro de la misma Iglesia. A veces se ha interpretado ese concilio como el más importante para la Iglesia después del de Trento, comparación interesante para España: en Trento, la iglesia hispana fue decisiva en el Vaticano II su influencia fue insignificante. En todo caso, los efectos del concilio sobre el franquismo fueron mucho más amplios y profundos que las maniobras de generales juanistas al terminar la guerra mundial: fueron realmente deletéreos, privaron de futuro al régimen. La negativa de la confesionalidad se adornó con el “diálogo con los marxistas” y una sorda aversión marcada por el apoyo de gran parte de la Iglesia a comuistas, separatistas e incluso al terrorismo de la ETA.
Aquel cambio de política eclesial pudo haber precipitado un derrumbe político incontrolable, y quizá lo más significativo fue que pese a tal debacle ideológica y política, el régimen permaneciera durante diez años más. Su resistencia podría explicarse por la combinación de los éxitos económicos continuados con una especie de inercia o más bien solidez histórica: no debe olvidarse que la razón de ser del régimen había sido la grave amenaza de disgregación nacional y de transformación cultural de una sociedad de raíz cristiana y tradicionalmente monárquica a otra de tipo soviético.
Un tercer elemento explicativo es, a mi juicio, el prestigio personal de Franco, que inspiraba una especie de respeto supersticioso incluso a sus enemigos. En una entrevista célebre con una admirada Oriana Fallaci, en octubre de 1975, cuando ya Franco agonizaba, Santiago Carrillo afirmaba: “La condena a muerte de Franco, la firmaría”, y seguramente con gusto. Pero no iba a ser así, por lo que también debió aclarar: “Ver morir a Franco en su cama es una injusticia histórica”. Puesto que Carrillo representaba la única oposición real, organizada y sacrificada al franquismo desde los años 40, su testimonio representa también al de la oposición un tanto zascandil de “los de Munich”. La realidad es que ni Carrillo ni ningún socialista o separatista habían tenido la menor esperanza de imponer sus ideas mientras Franco viviera, y todos especulaban sobre lo que viniera después.
Las retóricas antifranquistas, a menudo muy chabacanas, no han cesado en el último medio siglo, pero no dejan de reconocer involutariamente la excepcionalidad del personaje. Como militar fue uno de los más distinguidos del siglo en cualquier país, si se mide el mérito por los éxitos en el campo de batalla y la enorme inferioridad material de la que partió. Y como político logró encauzar productivamente a personajes un tanto díscolos de diversas “familias”, muchos de los cuales podrían recordar a los dicterios de Azaña contra los republicanos. Y el balance histórico de su obra no admite comparación con los anteriores o posteriores, aunque no lograra institucionalizar plenamente el régimen y se viera privado de base por la Iglesia a la que había salvado. Aun así, después de muerto Franco han continuado durante decenios la unidad nacional, la nueva monarquía y cierto ambiente social católico, bien que cada vez más socavados y amenazados.